CLÍO: Revista de Historia, Ciencias Humanas y pensamiento crítico / Año 4, Núm 7. Enero/Junio (2024)
Juan Calzadilla
Anotaciones sobre una épica del paisaje urbano en la obra de Edgar Queipo.
PP. 209-228
ISSN 2660-9037213
Sin duda que por su eclecticismo aplicado a la búsqueda de una pintura identitaria, regio-
nalista en sus temas y universal en sus referencias icónicas a las vanguardias universales
(con algo de invención técnica), Edgar Queipo no puede ser fácilmente catalogado, y esa no
es nuestra misión. La de Queipo es una obra varia y densa en sus diversos planteamientos,
obra que tan pronto roza un simbolismo provisto de fuerza evocativa y poder abstractivo
sucientes para sintetizar acciones complejas en donde el argumento aparece facetado,
fragmentado, sesgado o miticado. Mezcla de guración mágica y de, por momentos, rea-
lismo social, en la cual poco falta para que, detrás de su estilo barroco y
desenfadado, descubramos, también, en otro tipo de búsqueda, un costumbrismo rayano
en la ilustración, en todo lo cual vuelve a aparecer la marca de ese dibujo constructivo que
ha sido como el leit motif de toda la obra de Queipo, este malabarista de un circo estatuario.
Por una épica del paisaje urbano: Mixtura del puerto
Ya hemos visto que la manera de denir la gura humana como el eje del cuadro para
resaltar sus formas a través del recurso al modelado escultórico, no ha sido la única preo-
cupación de Queipo. Sus retratos hemos dicho que ocupan gran parte del espacio y tiempo
de su obra, pero no menos verdad es que Queipo se esmeró en contextualizar sus guras
en un ambiente que a veces coincide con un trozo de paisaje rural o urbano a través de una
lógica sencilla: la propia del retrato. Otras veces procura asignarles a las guras función en
el espacio con la misma fuerza que pone para que el paisaje y el asunto protagonicen por
partes iguales.
Y ahí está, como comprobación, esa suerte de surrealismo adosado a unos muros que
danzan sobre las aguas del puerto.
Pocas veces, eso sí, ha tratado el paisaje puro, incluso el paisaje nativo, como hacían los
pintores del Círculo de Bellas Artes y sus seguidores. Las guras de Queipo se sobreponen al
paisaje donde se insertan, para llenarlo materialmente, con sencilla arrogancia y llamar nues-
tra atención hacia ese pasado ideal que sus mujeres de otro tiempo encarnan. Para Queipo el
paisaje continúa reñido con los personajes. Y el lo coloca sobre los cielos recortados como
para que den la impresión de que el paisaje viene de otro lugar. O como si se viera en una
ventana habitada por la memoria, donde se ha situado el espectador. Queipo nos propone la
paradoja de que no sepamos si el cuadro consiste en una simulación de lo real o de lo que
están imaginando sus personajes. Le proporciona al punto de vista un marco surrealista que
permite que algunos objetos estén a punto de caer y las personas y los relojes oten imper-
sonalmente. Por otra parte Queipo, sabe también hacer del paisaje un espacio simbólico y el
lugar de lo sagrado, como lo que rodea inmediatamente a un altar. El paisaje no es un esce-
nario ni el lugar de los hechos, sino aquello que se invoca, se imagina o sueña desde lo visible
de él. Y en eso consiste la dinámica de sus representaciones. En una suerte de metamorfosis
que está al alcance de las manos pero que sólo se produce en nuestras mentes.