CLÍO: Revista de ciencias humanas y pensamiento crítico / Año 3, Núm 6. Julio / Diciembre (2023)
Valmore Muñoz Arteaga
Pensando en l a Educación desde l a otra orilla. PP: 204-218
ISSN 2660-9037215
maneras y excesivamente. Sentir, sentir, sentir, sentir esa locura exquisita que es fuente de la
sabiduría: el asombro del que hablaba Platón. Sentir la extensión de lo humano con ese amor
que no cansa ni se cansa.
A este mundo parece que le falta sentir, es más, necesita aprender a pensar con los sen-
timientos que ayuden al hombre, al menos por una vez, escapar de una racionalidad que se
volvió ideología que se ceba con el mito cientíco que domina la cultura moderna: lo que es
cientíco tiene garantía de seriedad, de calidad e incluso de verdad. Lo otro, eso que siempre
le será sospechoso, irracional, será señalado como parte maldita, instante oscuro, locura.
El racionalismo, dirá Jung, mantendrá una perversa relación de complementariedad con la
superstición: “Es una regla psicológica que la sombra aumenta proporcionalmente con la
luz; así, pues, cuanto más racionalista se muestre la conciencia, más ganará en vitalidad el
universo fantasmal del inconsciente”.
Resulta necesario pensar en una educación para el sentir, una educación que estimule
la apreciación de la belleza que deambula desnuda dentro del hombre y fuera de él. Por ello
Albert Camus señaló enfático que el mundo es bello, y fuera de él no hay salvación. Y en esa
belleza que nos habita y que habita el mundo, el hombre puede encontrar la experiencia sal-
vadora de la plenitud… por eso es bello.
Una educación que sienta la belleza que arde en la creación es una que aprenda a contem-
plar, que enseñe a contemplar, que se aleje velozmente de esto en lo que se ha vuelto: algo
prosaico, técnico, gris y, muchas veces, vulgar. Se ha transformado en una especie de ocio
espeso donde van y vienen recetas, y se metió tanto en los recetarios que pasó por algo fun-
damental: el ser humano no responde a recetarios, entre otras cosas, porque el ser humano
es un caos, un caos maravilloso. El ser humano es un misterio que desborda la receta, que lo
desborda todo. Recetas que pretenden enseñarlo todo, pero es que no hay manera, ni forma,
ni camino posible para poder aprenderlo todo. Es una tarea absurda que nos dejará vacíos
como terminó sintiendo hasta en los huesos el Fausto de Goethe.
En tal sentido, ¿qué podemos hacer si no podemos saberlo todo? Aprender a sentir. Apren-
der a deletrear el abecedario del amor. Darle la oportunidad a una dimensión que arde en
cada uno de nosotros, pero que hemos sepultado y se nos ha enfriado el corazón. El hombre
necesita un corazón que arda (Lc 25, 32), un corazón de carne y no de piedra (Ez 36, 26). Una
educación que no averigüe, que no explique, que no dirija, que no comprenda, tan sólo que
contemple. Una educación que busque a un hombre que busque ser hondo desde lo sencillo.
Una educación que estimule al ser humano a buscar infatigablemente aquello que es más
grande que él, pero que lo habita, le da forma, lo mueve, el silencio.
El conocimiento se construye desde el ser que siente, desde el ser sentido heideggeriano.
Sentido como verdad encarnada que brota a partir de una sociología de la caricia, un logos
afectivo, y el logos es el soplo divino que nos traspasa comunicándonos con el Absoluto. Esto
nos llevaría a establecer, desde ese conocimiento, una consciencia armónica o consciencia